Hay
caricias que duran incluso después del roce. Hay, a veces, personas a las que
la distancia no puede separar. Y escalofríos provocados por el calor de un
abrazo. Aún hay sonrisas de esas que parecen cualquier otro amanecer. Algunas
noches tengo la sensación de que el camino corto también puede ser el correcto.
Que, por una vez, la felicidad no depende de llegar a ningún sitio, sino de
disfrutar del lugar en el que estamos. Sólo hay que cerrar los ojos. Cerrarlos
con fuerza y acordarse de lo bonito. De la brevedad, el detalle, el momento. No
se puede vivir como aquel que no recordó darse una oportunidad para ser feliz.
Y agarrarse a la esperanza. Agarrarse con fuerza a las ilusiones. Y seguir.
Seguir, parar, tomar aire. Respirar. Mojarnos bajo la lluvia. Y nunca. Nunca
creer que las cosas que se derrumban no pueden levantarse de nuevo. Nunca creer
que lo triste durará más que nuestras fuerzas. Quizá el problema sea que
miramos el cielo por la noche y nos parece que ya no hay demasiadas estrellas.
Que algo se apagó hace tiempo y que nada luce igual. Pero no lo olvidéis nunca.
No olvidéis hacer brillar vuestros ojos. Que nadie nos quite, nunca, el derecho
de iluminar un poquito el mundo.
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